Textos propios

IT

El estruendo de una alarma me saca con una fuerza desmedida de mis ensoñaciones, que entre susurros de ultratumba, me han dejado temblando entre las sábanas y las mantas.

El techo parece una buena opción para sobreponerme a todo lo que he visto en el interior de mis párpados, porque todavía no tengo fuerzas para enfrentarme a ESO.

Como en el libro de terror, ESO se ha convertido en un monstruo que me persigue y acecha en las sombras. Puedo sentir su mirada y lo afilado de sus dientes en mi nuca, cuando creo que por fin soy feliz, solo para recordarme que nunca seré la protagonista de esa clase de historias.

Me incorporo rápidamente, intentando dar esquinazo al color de tus ojos que comenzaba a vislumbrarse en el gotelé del techo, pero mirarme en el espejo es quizá la peor opción que podía haber tomado, ya que aquella mañana yo no existía como un ente propio, solo era tus restos.

Ahí, frente al espejo, había un cabello que solo le pertenecía a tus manos, que amablemente colocaban los mechones rebeldes tras mis orejas cuando tapaban mi rostro. Un rostro que pertenecía a las yemas de tus dedos, que la contorneaban suavemente siempre antes de besarme.

Me aparté de esa trampa con el corazón desbocado. No quería seguir viéndote en cada resquicio de mi cuerpo. No quería recordar como era el tacto de tus labios contra mi frente caliente. Probablemente no podría soportarlo.

Por eso deambulé por la casa, huyendo del sol que me recordaba a tu presencia y huyendo de las sombras que se asemejaban a nuestros encuentros. Pero esquivarte en aquella vorágine de recuerdos era imposible, porque no podía mirar mis manos sin sentir el calor de las tuyas, porque todo lo que comía no me sabía a nada cuando recordaba la miel de tus labios.

Porque toda mi vida sin ti me sabía a aguaceros.

Horror vacui

El leve sonido del llanto en la penumbra densa del pensamiento atraviesa mi ser, compungido, estrechado entre mis propios brazos marchitos de tristeza con una pizca de melancolía aún tibia de recuerdos.

Tratando en vano de no añorar el suave roce mordaz del frío de sus labios por mi piel, mirando sin mirar entre sus rectas, a través de sus hoyuelos. Sintiendo, tirante sobre mi cuerpo, las marcas lívidas de su deseo.

El tiempo transcurre lento y asfixiante alrededor de mi cuello, como una soga, provocando quemazón en mi garganta, que a duras penas se traga la pesadumbre que amenaza con turbulencias el día de hoy. Los minutos se convierten en horas y cuando quiero darme cuenta, ya estoy nadando entre un mar de lágrimas.

La decepción, enganchada entre pinzas, se cuela furtivamente en mi espacio. Sus manos frías me erizan el vello de la nuca y su proximidad me abre un vacío infinito en el alma.

Sin recordar el tacto de tu piel en mi cara, sin recordar la humedad de tus labios.

Lágrimas amargas que me recuerdan que he olvidado, la decepción metamorfoseando a insuficiencia.

Gridar

La tristeza amontonada entre las hojas secas de otoño se abre camino por mi garganta, implosionando. Y el grito que se ahoga no es más que un suspiro, una pequeña válvula que deja al 99% mi capacidad de aguante.

Las manos resbalan por mi cara, arrastrando consigo piel y sangre. Frías y suaves como la nieve, dañinas como un puñal afilado.

Los ojos se cierran con fuerza, forzando a unas tímidas lágrimas a salir a buscarse la vida en la superficie. Los ojos se empañan y resbalo, pero no sé a dónde.

El ambiente es tenso y una frágil calma se mece como las olas por donde quiera que pase.

La tristeza, como si de un alma corpórea se tratase, se afana por salir de allí. Y se hincha, y grita con todas sus fuerzas y habla a alguien que ya no parece escuchar con duras palabras. Y araña por donde quiera que pasa, con una hostilidad calculada, el rechazo y la apatía.

Y las palabras que parecía no escuchar se han grabado en mi memoria y se repiten como un ave maría, de carrerilla y con sentimiento.

El frío del dolor agarrotando todo mi cuerpo desde dentro. El frío de la pared atenazando mi frente, sutilmente apoyada, para sentirme segura en algo. La falsa seguridad esperanzadora.

Mi boca se abre para gritar tu nombre en silencio, una vez más, pero un desgarrador lamento se cuela entremedio. 

Futuros

Mis labios susurraron un "quédate" agónico. Un anhelo vital que se escapaba de mi control y quemaba todo a su paso. Me carbonizaba e incendiaba cada fibra de mi ser, retorciéndome dolorosamente.

Tu camisa ondeó al viento templado. El sol aún estaba en lo alto y las nubes intentaban eclipsarlo. Tu aroma llegó tenue, casi imperceptible. Avancé un paso, solo para poder sentirlo más cerca, porque la distancia era un castigo. Tu avanzaste otro, desobedeciéndome, porque eso no era un "quédate", era un "ven" que no me había atrevido a pronunciar.

Mis labios temblaron, recordando a qué sabían tus dedos, recordando la textura de tus dientes en mi cuerpo.

El sonido de tus pisadas parecía irreal en aquella atmósfera. Porque uno pasó a ser dos, y antes de que pudiese pestañear, tus manos rodeaban mi cara. Y ahora no me atrevía a cerrar los ojos, por miedo a perder tu esencia, por miedo a que escapases y me dejases con tan solo el calor de las palmas de tus manos en mis mejillas.

El sol me picaba en los brazos, pero el fino viento soplaba en disculpa, erizándome el vello.

Ahí estaban de nuevo tus ojos oscuros. Ahí estaba de nuevo tu pelo revuelto. Ahí estaba de nuevo yo, siendo incapaz de apartar la mirada de las pecas bajo tus pestañas.

El balanceo de tu cuerpo, una danza silenciosa, para acercarte a mis labios, los segundos interminables hasta que sentí tu aliento cálido con sabor a menta entremezclándose con el mío, como si siempre hubiesen sido uno.

Te detuviste, observándome, palpándome, como si tuvieses que comprobar que de verdad era yo, como si alguien más pudiese convertirse en estatua con solo mirarte. Cerré los ojos, y mi mente trató de adivinar el futuro, apostando qué parte de mi cuerpo besarías primero, cómo lo harías, qué parte de mí se iría arrastrada con tu saliva.

Tus labios suaves rozaron tímidamente la comisura de los míos, en un gesto tan íntimo que me pareció provocador que estuviésemos en plena calle, porque un fue un gesto bonito, un beso directo a mi corazón.

El segundo arañó la piel de mis labios e hizo trizas mi sensatez.

Con el tercero sentí como nuestras salivas se mezclaban, nuestras bocas bailando una danza.

Con el cuarto sentí que podía morir.

Filos escarpados

Las voces amenas retumban por la calle, implosionando. La envidia me corroe, porque de nuevo, mi risa está atascada y solo el llanto viene en su ayuda.

El agua salada empapa mis pestañas y baja en tiempo récord hasta mi mandíbula, y ahí, presa de la gravedad, se queda sostenida unos segundos, tentando a la suerte, hasta caer en un susurro.

Mis pulmones se quedan sin aire y todo comienza a flotar, y yo, presa del pánico, grito con fuerza en silencio. En un silencio desgarrador que lo enmudece todo.

Mi pecho sube y baja a toda velocidad y los mechones rebeldes de mi pelo enturbian mi vista. Ahora solo puedo confiar en lo que sienten mis manos, que, rápidamente buscan el latido de mi corazón, esperando una recuperación de juicio, esperando una parálisis total y final que por desgracia nunca llega.

Fénix

Aquella sonrisa ladeada cruzaba tu rostro cada vez que una travesura invadía tus sentidos.

Invadía todo tu ser y controlaba hasta el movimiento de tus cejas. Era hora de causar el caos y tú no podías hacer nada para detenerlo (claro está) por lo que le rendías pleitesía (siempre del lado ganador).

Tus dientes brillantes deslumbraron contra la oscuridad de tu boca, como si tus labios fuesen el premio de aquella gran contienda a la que querías forzarme (¿forzarte? –preguntaste inocente- Nunca) a participar.

Tus manos acariciaban las mías, intentos de suavizar la situación, engaños táctiles, movimientos circulares en la palma de mi mano. Caos.

Sabías que aquella suavidad, cocinada a fuego lento con el calor de tus yemas, me iba derritiendo.

Por eso, aquella mirada fija era del todo innecesaria, ya había caído presa en los encantos de tus sentidos. Pero, aun así, mirabas con detenimiento. Mis lunares, la forma de mis ojos, el hundimiento de mis clavículas, el nacimiento de mi pelo, siempre saltando de un lado a otro, incapaz de parar, incapaz de centrarte en lo negro de mis ojos.

Tus dedos abandonaron los míos y me recorrieron la cara, trazando las huellas de tus ojos, marcando otra vez aquel recorrido sinuoso lleno de curvas y despeñaderos, hasta rozar mis labios.

Y otra vez aquella sonrisa, aquella sonrisa de chico travieso que se negaba a pedir permiso. Aquella sonrisa que murió en mis labios, solo para volver a renacer en cuanto nos separásemos. 

Entre marcapáginas

Rota y descompuesta ante la nada absoluta que se agolpa en mi interior, rebosante de tristeza desmedida y supurando por todos mis poros. Tan solo pudiendo recordar el frío del metal mordiéndome rápidamente, suspiro tras suspiro y lágrima tras lágrima, mientras ahora trato de no volver a sentir la sangre resbalando por entre mis dedos.

Pero esa tarea resulta ardua cuando no soy capaz de ponerle nombre ni apellidos a este desasosiego que no sé por qué he empezado a sentir tan de repente, cargando a mis ojos de lágrimas certeras y pensamientos despiadados, buscando rápidamente una causa, una razón, mientras todo se evapora ante mí con una pasmosidad increíble, mientras el llanto va en aumento.

Convenciéndome a mí misma de que nada ha pasado mientras en mi interior, el sonido de mis sollozos aumenta a niveles considerables. Pero por fuera me muerdo los labios y me seco la cara con el dorso aún sin empapar de la sudadera.

Y aun cuando he conseguido calmar la tempestad que se me agolpaba a bombo y platillo en las mejillas, el ritmo desacompasado de mi respiración entrecortada me hace compañía en la oscura habitación desprovista de calor.

Me froto las manos frías, como si eso alejase de mí la tristeza y la incertidumbre que minutos antes habían hecho acto de presencia distinguida, entre flores muertas y luces tenues. Pero eso solo aumenta la ansiedad del no saber, la ansiedad de volver a pasar por eso otra vez, y vaticinando mis predicciones, entre suspiros se cuela el primer aviso de que todo va mal. De nuevo.

El frío que me llena y la niebla en la que se esconden todos mis males, mientras ando desorientada buscando algo a lo que aferrarme, algo a lo que gritar mientras me deshago en el suelo, son peores que una daga en pleno corazón.

Y le grito al todo y a la nada, mientras tiemblo de impotencia ante mi dolor, que hoy se ha instalado entre las costillas. Lamentos que se convierten en agonía. Agonía que se traduce en aullidos desesperados mientras mis uñas escarban en la piel de mis hombros, mientras me doy un lento abrazo para sentir que alguien me apoya.

Pero caigo al vacío del abatimiento entre sendas tortuosas y oscuras, sobre las que no se ve fin alguno. Y las lágrimas se cristalizan antes de poder escapar de mis ojos mientras todo deja de cobrar importancia. Las tiritas que recomponían mi ser se han empezado a desprender, dejando ver al mundo el desperdicio de rotos que soy.

Enterrando raíces

Hace tiempo que no sé a quién busco, si a ti vagando entre las calles de la ciudad o a mí a tu lado en mis tristes recuerdos.

Me pierdo en la inmensidad de las memorias incompletas, de los mensajes sin terminar, de las sirenas aferrándose a mis tobillos, hundiéndome en lo más salado de las lágrimas. Las palabras, los sentimientos, se me quedan atascados en plena respiración, y me ahogan lentamente, sin salir, mientras me aferro inútilmente a tu cuerpo de espejismo y a tus sonrisas encantadoras, que miran sin mirarme, que siempre miran detrás de mí.

Llorando en el silencio, porque hace tiempo que olvidé cómo representar el llanto que poco a poco me quita el espacio, casi sin avisar, acechando en los resquicios de cuando te pienso. Atacando por detrás y siempre certero en el corazón.

Y nos encontramos otra vez así. Las sombras rodeándome y fundiéndose con mi piel. Mis manos frías apuñalando mi cuerpo, clamando silenciosamente unas gotas de sangre para saciar su sed. Tu ausencia a mi lado esta noche, y todas las pasadas. Y todas las futuras.

El intento a la desesperada de no pensarte mientras anhelo escuchar tu voz susurrando en mi oído un simple te quiero.

Entelequia

El vacío de tu alma llenaba el mío. Así casi que parecía que éramos un ser completo y no el desperdicio de pedazos rotos que éramos en realidad. Quizá nuestro error fue intentar enterrarnos en los abismos inescrutables del otro. Tal vez deberíamos habernos resignado a ser ese pedacito olvidado y descuidado.

Pero nos proclamamos dioses del universo en tu cama y erramos como meros humanos que somos. Caímos al vacío y al olvido, al no retorno. Ya ni la atracción magnética que sentíamos pudo hacer nada para salvarnos.

Nos hundimos en la miseria, pero no juntos. Nunca más. Castigados para toda la eternidad a mirar en sentidos opuestos, tan solo pudiendo sentir la frialdad de tu espalda contra la mía.

El precio de la libertad

Mis piernas fallaron, besando el suelo. El dolor subió a través de mis piernas como un látigo envenenado. Cerré los ojos, intentando apartarlo todo, intentando que esa realidad dejase de ser tangible, intentando recluirla a mera pesadilla. Pero el frescor que humedecía mis rodillas gritaba lo contrario.

Tus ojos azules me observaban desde las alturas, entrecerrados ajo aquellas pestañas oscuras y afiladas. Separados por un latido que parecía un universo de distancia. Tus manos siendo besadas por el viento se mantenían a tus costados, rígidas e inamovibles ante la crueldad del tiempo.

Cuando el corazón comenzó a dolerme y a agitarse más de lo que mi pecho podía resistir, abrí los ojos, a cámara lenta, enfocado lentamente las sacudidas de mis dedos temblorosos y las manchas húmedas en mis muslos.

Toqué mis mejillas con incredulidad. El rastro de lágrimas aún estaba frío, aunque no recordaba cuándo había comenzado. Si había sido cuando tus labios pronunciaron aquella última palabra o si fue cuando no sentí tu calor a mi alrededor.

Tu mirada seguía clavada en la mía, y ambas se cruzaron cuando el corazón se me retorció por cuarta vez. Aquel pinchazo me hizo abrir la boca de la impresión y achinar los ojos, aun atenazado por las lágrimas. Aquel gesto te hizo reaccionar.

Tu paso precipitado, como si de repente fuse más un manojo de nervios que una persona, te hizo trastabillar. Tu rodilla impactó contra el suelo, al igual que lo hicieron las mías momentos ates, tus dedos enmarcados en heriditas borraron las evidencias de mis lágrimas, con aquellas yemas que arañaban la piel y el alma. 

Adiós a los días boyantes

El suave martilleo de unos dedos en la puerta retumba por todo mi corazón. La tristeza, una tristeza perdida y olvidada, espera paciente a que alguien abra una rendija y pueda colarse, furtivamente acompañada por las sombras de los recuerdos de una vida que parece del más allá.

El pánico comienza la ronda, y teme, en lo profundo de su esencia, no resistir a aquel silencio escueto que se filtra como brumas por debajo de la puerta.

Teme bien, pues no deja de lanzar miradas furibundas a aquel pedazo de madera viejo, con la curiosidad asomando en sus pupilas azules.

El valiente pánico clava sus talones en el suelo y cierra sus oídos. El silencio es tan abrumador en aquella parte que cree haberse inventado el sonido. Por eso, al final, se acerca.

La tristeza que había esperado pasivamente ante una puerta que ya no reconocía su rostro, rompe en llanto. Sus quejidos se cuelan por todas partes y pánico, al otro lado de la puerta, entra en sí mismo y se incendia.

El caos se propaga. Pánico incendia todo a su paso, haciendo que se me acelere la respiración, mientras el canto fúnebre de la tristeza riega los vacíos de mi corazón hasta desbordarlos.

Todas mis emociones se dispersan. Pánico sigue atascado en mi corazón, golpeando con su cabeza prendida en llamas las paredes, haciendo los contratiempos a aquellos lloros que se cuelan por mis oídos. La ira se repliega hasta la punta de mis uñas, intentando hacerse invisible, deseando no estar presente cuando la puerta se venza. La alegría perece chamuscada entre las ascuas que se desprenden y el calor abrasador que comienza a asolar mi cuerpo. La angustia repta vertiginosamente rápido por mis brazos, por mis hombros, y se enrolla tras mis orejas, susurrándome palabras de rendición. La culpa, por haberme deshecho de la tristeza, tose en mi garganta hasta que incluso el aire encuentra dificultades para encontrar su camino. La soledad, hasta entonces aburrida de intentar pintar mis ojos se prepara para la visita. Saca sus mejores galas y espera sentada entre mis costillas. Al final, la melancolía se arma de valor y abre.

La puerta chirría, intentando resistirse al trascurso de los acontecimientos, pero incapaz de hacer nada más que soltar aquel lamento.

La melancolía trata de vislumbrar una cara conocida entre aquella marabunta de sombras que acecha bajo el quicio de su puerta, pero aquella tristeza no se parece nada a la tristeza que una vez se deshilachó entre las manos cálidas de la gente.

Esta tristeza sin rostro sacó sus colmillos y se dispuso a arrasar. 

El nacimiento

Mi sangre burbujea y se calienta a fuego lento mientras mis orejas se tiñen de color escarlata. Es una sensación tan fea que hasta me cuesta respirar por la nariz. El aire inunda mi boca al completo cuando busco una válvula de escape a toda la ira que se me acumula en los mechones de pelo y tras las cuencas de los ojos, que lucha por salir a flote.

Pero la reduzco a un mero cosquilleo tras los dientes, en la punta de la lengua, vibrante, que hace que mis cejas se encrespen y mi corazón lata desacompasado.

Cierro los ojos, intentando huir de mis emociones, intentando darles esquinazo en aquel cuarto pequeño, del cual conozco el nombre sus cuatro esquinas. 

El jardín de las delicias

Cuando pienso en tu nombre un gran peso se instala en mi corazón. Apoya sus pies en mi interior como con miedo, con la misma suavidad y delicadeza con la que tocamos aquellas cosas que nos gustan, pero en cuanto comprueba el terreno, se apalanca como esperando un derrumbe.

Decora el lugar como si le perteneciese, cada recoveco está repleto de Teacuerdascuando, con sus pétalos blanco roto mirando abatidos hacia el suelo, soportando el insoportable peso de las decisiones; también, desperdigadas y creciendo como malas yerbas se encuentran los Debistede, con sus tallos largos y unos pétalos tan rojos que dañan la vista.

El Peso, que padece Síndrome de Diógenes, no para de traer flores de todos los colores y tamaños. Aquellas campanitas azules que se mueven hasta con el soplido de nuestras tibias respiraciones son los Ysi y están continuamente danzando en un vals frenético de pétalos y hojas verduzcas. Aquellas de allí, los tulipanes solitarios, son los Nolomereces, estáticos y firmes.

Para todas estas plantas, Peso usa mucha agua, tanta, que a veces todo comienza a desbordarse, y el agua que era para Nolomereces acaba regando a los Teacuerdascuando. Pero a Peso no parece importarle porque (alabado sea dios) Peso sabe nadar.

Efectos secundarios

Me duele la cabeza, tanto que hasta mis oídos dejaron de funcionar en algún momento de la función.

El mundo gira a mi alrededor sin que pueda detenerlo, pero aunque lo intentase, lo único que veo son brumas grises que se ríen ante mis ojos haciendo formas grotescas. Cierro los ojos.

Ahora el foco es mi interior en penumbras, pero todo parece a punto de desmoronarse incluso ante una caricia leve de mis dedos. Aquella falsa calma me perturba y comienzo a agitarme. No sé cuanto tiempo más podré mantener la venda que me cierra en lo más profundo de mi ser. No sé cuanto tiempo más quiero estar dándome cuenta de cuanto duelen las emociones atascadas.

Abro los ojos, pero el mundo sigue estando en llamas y envuelto en humo y cenizas y no veo más allá de mis pupilas. Los párpados se me cierran, ardiendo, como si fuesen de lava, arañándome, como si fuesen de lija.

Me duele la cabeza, tanto que hasta la respiración sale a trompicones de mis pulmones y se queda atascada entre los huecos de mis dientes. Me entra el frío a través de las yemas de mis dedos, siendo esta la única parte de mi cuerpo que parece estar dispuesta a ceder ante la ausencia de calor que recorre la habitación en tormenta. Todo esta oscuro y la escarcha cubre el techo, pero solo siento fuego en el interior de mi garganta, a punto de derretirme los huesos.

Llevo las manos a la frente, intentando aligerar ese peso que se ha instalado sin mi permiso, pero mis uñas acaban encontrando sangre antes que un mínimo de alivio, porque hasta mi propio contacto hoy me hace estremecer y ponerme la carne de gallina, asustada.

Estoy asustada y las lágrimas intentan saltar al vacío, llevarse con ellas todo el rastro de mi vida, borrándome de mis propios recuerdos turbulentos que cada día recuerdo menos, porque no paro de llorar y por tanto, cada día soy menos yo y cada día un poquito más un ente hostil que se adueña de mi cuerpo, dirigiéndolo a través de hilos de araña, moviendo mis labios inertes y los ojos de muñeca sin brillos como un títere en un teatro. Una sombra representando un papel secundario.

El mundo no para de girar y dar vueltas. Nunca pretendí montarme en un tiovivo, pero parece que nunca podré bajar. La música se cuela distorsionada en mis oídos, estridente y confusa y todo late a mi alrededor. Lu-dup. Como organismos vivos.

Me duele la cabeza, tanto que ya no sé si esta frase la escribí antes o después de sentir el ardor de los ojos, porque todo está disipado y parece que he olvidado como leer. Las letras bailan y se ondulan como serpentinas en una fiesta a la que nunca quise ir.

De cuando te quería

El rugido atronador de las máquinas se cuela desde primera hora en mis oídos. Me quejo para mí misma, pero como tantas otras veces, no parece afectar en nada al cúmulo de la vida, que sigue con su curso como si no me hubiese pronunciado.

Doy vueltas en la cama, intranquila, de un lado a otro, del otro lado a este, pero el calor agradable que emergía de entre las mantas se ha tornado asfixiante y no me deja respirar. El pecho se me comprime. Pero las sábanas siguen atadas a mi cuello.

Respiro pesadamente, asombrada de seguir pudiendo realizar esta acción, porque a cada segundo que pasa, el ruido se vuelve más fuerte y el peso más insoportable.

Unos rayos de sol intranquilos se cuelan por la ventana, entre los huequitos de la persiana bajada y tiñen la habitación de reflejos dorados, dando un poco de chispa a las sombras que se habían hecho con el dominio de los bajos de mi cama.

Me retuerzo, otra vez, porque el ruido infernal del otro lado de la ventana comienza a ser eclipsado por los sonidos del inframundo. Taparme los oídos es en vano, así que no hago el esfuerzo siquiera de levantar los brazos. Los dejo ahí, inertes al lado de mi cuerpo.

Los pensamientos comienzan a ganar protagonismo y pronto dejo de escuchar hasta el latido de mi corazón. Ahora solo son ellos, que no paran de gritar, no paran de tirarme del pelo en cada chillido.

Pretender ignorarlos no funciona, así que me muerdo los labios con fuerza, hasta que noto el sabor oxidado y melancólico de la sangre en la punta de mi lengua y me fuerzo a escucharlos.

Me fuerzo a no ignorar todo lo que llevo meses ignorando, porque hacer caso a esas palabras sería como descoserme el corazón con un bisturí. Pero es que el rugido atronador del tornado de pensamientos que tengo entre las cejas me obliga a hacerlo. Me obliga a soltar lágrimas.

La primera chispa de desesperanza aparece sin avisar. Con un "plop", se abre paso entre las demás y las enmudece.

Ni siquiera eran palabras. Fue una imagen desoladora la que cruzó mis ojos y me hizo temblar, porque no podía ser yo la que pensase eso, con todo lo que te quería, porque no podía ser yo la que echase de menos la intimidad de unos labios rozando los míos pero que nunca fuese tu rostro el que lo hiciese.

No podía ser yo, me grité en silencio, reprendiéndome. No podía ser cierto. No podía ser que yo, aquella que había disfrutado con solo el contacto de tu pelo bajo mi mano ahora necesitara de unos dedos que le acariciasen la mejilla. A ser posible unos que no fuesen los tuyos.

Me estremecí de rabia. ¿Cómo podía ese pensamiento atreverse si quiera a insinuar aquello? Si era yo la que disfrutaba del sonido de tu risa, la que sonreía cuando te veía en la distancia.

Pero por mucho que forzase a mi imaginación a dibujar tus rasgos cuando pensaba por las noches, siempre eras un tú difuminado y desdibujado, casi irreconocible, al que me empeñaba en poner tu nombre solo porque la costumbre me premiaba con ello, pero ya no era tu sonrisa ni la forma de tus pestañas, ni siquiera las estrellas que surcaban su mirada eran las tuyas, pero no quería creerlo, porque era muy fácil convencerse de que aquellos dedos que me recorrían el cuello eran los tuyos, porque era muy fácil seguir escribiendo sobre como me amabas, porque era muy difícil no sentir que te traicionaba si cambiaba de sitio tan solo una de tus pecas.

Cuando estabas

Hoy, el aire se niega a dejarme vivir. Ha preferido quedarse estancado entre mi pelo, seguro ante cualquier racha de viento que pueda llevárselo lejos de allí. Siento como se ríe y juega con los mechones castaños mientras mi garganta se reseca y se contrae, haciendo grullas de origami.
Muevo mi cabeza, en un intento desesperado de insuflar un poco de aire en unos pulmones olvidados, pero una vez más, me quedo sin resuello mientras mis ojos se estancan.
Porque ya conozco esta sensación. Porque podría pasear por ella tan solo guiándome con la palma de mi mano apoyada en sus paredes de marfil.
Y no lo soporto.
La angustia comienza a hacerme cosquillas en los tobillos, alegre ha venido a jugar, pero yo quiero ser cascarón de huevo, no quiero que sus manos huesudas me agarren de los hombros y me susurren que estoy eliminada y fuera de juego. Solo quiero que
deje de arañarme las piernas.
Así que me sacudo los zapatos, como si eso fuera a ayudarme, como si no se encontrara abrazado a mi cintura, proporcionándome unas caricias asquerosas por mi
piel desnuda.
Rezo porque no pase a más. Rezo a todos y a ninguno porque su boca llena de escarcha no encuentre la mía, porque no podría soportar el sabor entre mis dientes de
su aliento a anís.
Pesa. Pesa tanto que mis hombros involuntariamente se hunden, y mis ojos se empañan como los vidrios cuando llueve, porque antes, cuando la angustia reptaba mordiéndome las uñas, pensar en tus labios era el amuleto mágico que me permitía
regresar sana y salva a la oscuridad de una habitación que nunca sentí como propia, pero ahora que no estás, ¿qué me salvará a mí de esos besos salvajes que me convertirán en sombras? 

Contagio

Tus manos recorren con urgencia mi espalda y acaban por amarrarse a las hebillas de mi pantalón oscuro. El silencio se pasea entre nosotros en una dulce armonía que rompo sin querer al suspirar por ti, mientras miro los luceros de tus ojos oscuros. Sin poder evitarlo, ya he caído otra vez en la inmensidad de sus abismos.

El cristal de la ventana del coche está frío, pero aquí contigo, esa sensación nunca existe. Y sonrío como una idiota pensando en esto, y en lo mucho que me gustaría decirte que de verdad te quiero.

Mientras ando metida de cabeza en mis ensoñaciones, tus labios rozando los míos me sacan del dulce trance para meterme de lleno en el torbellino de besos que eres, mientras tus manos se enredan en mi pelo y las mías buscan el calor que desprende tu cuello. "Y nos besamos como en las películas y nos quisimos como en las canciones". Y es que ahora mismo, mientras me acuesto en tu pecho, no hay nada que nos defina mejor.

Cierro los ojos pero algo extraño se instala en mi pecho. La creciente oscuridad que me nubla el sentido hace que te pierda de vista y me desoriente por completo. La imprecisión de lo indeterminado rasgando mi alma, la angustia calando mi garganta.

Trato de apartarme de ti, pero hace rato que has dejado de existir como entidad, ahora solo eres una gran mancha negruzca de ojos despiadados que me taladran con desdén desmedido. Trato de escapar, pero ahora mismo no existe nada más, solos tú y yo.

La oscuridad abrazándome como solías hacer tú me hace romperme poquito a poco, en este silencio certero y ahora angustioso que se filtra por mis venas, densamente como si fuese plomo. Ni mis esfuerzos por respirar logran romperlo, y tras unos intensos momentos en los que me debato sobre si abandonarme a lo que eres o tratar de aferrarme a tu recuerdo, decaigo.

La lluvia golpea con rabia los cristales de mi habitación y los truenos, a lo lejos, le realizan los contratiempos. Hace ya rato que me he despertado con lágrimas en los ojos y un vacío inmenso en el corazón. Soñando contigo, recordando que ya no estás cuando me despierto.

Recordando que me he quedado anclada en el pasado de tus labios dulces y tus miradas fugaces.

Bodoque

Siento como la vida pasa. Minuto a minuto. Segundo a segundo. Siento como la vida pasa y yo no puedo atraparla. Minuto a minuto. Segundo a segundo.

La sensación de desasosiego me va calando las entrañas, hasta el punto en que no sé distinguir si este frío viene de fuera o soy yo quien lo produce.

Observo como la vida, caprichosa, escoge a sus favoritos. Les toca en la frente con sus manos delicadas y llenas de brillos del color de las estrellas. La observo detrás de un cristal, alejada, porque no es que no reparase en mi presencia, es que pretendía ignorarme.

Observo como la vida, caprichosa, escoge a sus favoritos, con aquellas manos de plata. Y rompo a llorar. Porque siento como la vida pasa. Minuto a minuto. Segundo a segundo.

Y la odio.

La rabia que siempre creí sellada ahora sale disparada, consumiéndome, fundiéndome como el ácido. Derritiendo mis huesos y mis buenos sentimientos. Hasta que ya no queda nada más que un montoncito de tristezas.

Porque la vida corre y me deja atrás, cargada de un montón de sueños tontos, retenida por los grilletes de aquellas ilusiones que, clavadas como flechas entre mis costillas, me quitaban la respiración.

No podía hacer nada más que mirar la gracia con la que se movía, haciéndome burlas, sacándome la lengua, riendo a carcajadas.

Batimetría

Cuando volví a observar tus ojos claros me di cuenta de que no entendía nada.

No entendía por qué te sentía tan lejos si estabas a un beso de distancia, no entendía por qué tu mirada se encontraba a tantos años luz de aquel momento y mucho menos entendía por qué nuestras manos se encontraban entrelazadas si tu calor se encontraba ausente.

Caminamos toda la noche en silencios rotos por el caer de las hojas, que sufrían bajo nuestros pies la indiferencia que supuraban las yemas de tus dedos bajo aquellos guantes negros, y se quedaban pegados entre mis uñas, poniéndome incómoda.

Preferí observar te furtivamente, porque solo así pude vislumbrar aquellos reflejos en tus ojos, que como estrellas fugaces desaparecieron antes de que pudiese pedir un deseo.

Y así me pillaste, observándote como una chiquilla mira emocionada un escaparate de juguetes, incapaz de decidir cuál de todas era mi favorito, si los hoyuelos que aparecían en tus mejillas cuando reías mucho o la forma de tus ojos cuando me decías te quiero.

Tampoco entendí por qué cambió tu expresión. Quizá mis ojos derrochaban tristeza, que, como migas de pan, habían trazado mis pasos a tu lado, por eso tu mano enguantada sujetó con más fuerza la mía, como si tuvieses miedo de que desapareciese de repente frente a tus ojos, como si fuese el conejo del sombrero.

Por eso me sorprendió cuando frenaste en seco, en medio de una calle llena de nada y a la vez abarrotada de suspiros para besarme como se besan los enamorados en las butacas del cine.

Bajo tu sombra

El día hoy se ve claro.

Retazos de nubes discurren perdidas entre los tonos azules y anaranjados del firmamento, mientras tu pelo revolotea libre al compás del viento y los reflejos amarillos besan tus labios y tus párpados cerrados.

Parece una estampa de ensueño, por ello intento fijarme en todos los pequeños detalles que te componen para no olvidarte esta tarde de verano, como la suavidad de tus mejillas o como tus ojos achinados cuando sonríes y unos pequeños hoyuelos enmarcan tu rostro.

Hoy el día está claro y tus brazos me envuelven acogedoramente, mientras las yemas duras de tus dedos me apartan el flequillo de los ojos, para que pueda observarte mejor con el contraste de tu piel y el cielo moteado de nubes esponjosamente rosas.

Y sonrío ante tu sonrisa, como si fuésemos un espejo, como si solo fuésemos un nosotros inseparable en ese pequeño espacio que nos había cedido el mundo hoy.

Te inclinas a cámara lenta, haciendo que los segundos que separan tus labios de los míos parezcan horas, hasta que, en lo que parece un siglo de agonía, rozas los míos como en un cosquilleo.

Tu pelo oscuro acariciaba mi frente desnuda en un suave aleteo casi etéreo, mientras tus largas pestañas velaban mis sueños contigo, y tus pequeñas pecas componían constelaciones en tus facciones iluminadas por mi sonrisa.

El viento de verano nos removió la ropa y por un momento me impidieron ver tus ojos oscuros, aquellos que, como pequeñas semillas, habían conseguido hacer florecer entre los recovecos de mis costillas pequeñas margaritas que se agitaban al compás de tus risas, que se estremecían cuando notaban tu aliento demasiado cerca, que se derretían con cada palabra salida de tus labios, aquellos labios que de nuevo se acercaban vertiginosamente a los míos.

Y esta vez, la paz calmada se acabó.

Babel

El tic tac mecánico de la máquina de coser rompe el silencio creado entre nuestras miradas que no se llegan a cruzar, ya que cuando me miras, la gravedad se pone en funcionamiento y me obliga, sumisa, a agachar la cabeza y a observar unas botas desgastadas con cordones deshilachados claros, como tus ojos cuando reflejan la luz tenue de la luna.

Cuando te miro, tu siempre estás con esa expresión. Las cejas levemente fruncidas, mientras las gafas metálicas resbalan por tu nariz muy poco a poco, para que no te des cuenta. Tus pestañas largas apenas se mueven porque tus ojos se clavan como dagas en aquello que haces. A veces, un hoyuelo travieso asoma cerca de tus labios, saludando al mundo, celebrando estar vivo, mientras tu boca, semiabierta, se mueve en una danza suave.

Y viéndote así no puedo para de imaginar a qué sabrán tus besos concentrados. ¿Sabrán como siempre, con ese regusto picante al final que solo se pasa con otro beso o sabrán a algo totalmente nuevo?

El sofá cruje con mi movimiento y por un momento sofoca el sonido que nos envolvía. Siento tu mirada en mí como se siente una flecha que atraviesa de repente el corazón: salvaje y asfixiante. Todos los sonidos paran de golpe, como si el tiempo, caprichoso, nos hubiese quedado en stand-by solo a nosotros dos.

Mi respiración se acelera sin que pueda evitarlo, porque a pesar de que conozco el tacto de tus manos, me sorprende la suavidad con la que acaricias mis mejillas, como si me fuese a partir en cachitos y tú estuvieses ahí para recogerme.

Por eso me permito cerrar los ojos y abandonarme a tus sensaciones, a tu calor, que se cuela por mis poros sin que pueda hacer nada por remediarlo, sin que quiera hacer nada por remediarlo.

Tu frente roza a mía con una timidez inusitada en ti, que hace que mi corazón se estruje en amor puro. Mi boca busca con anhelo la tuya, impaciente ante todas las sensaciones que la bombardean sin cuartel desde todas partes y se funde en un beso desesperado con una boca que pilló por sorpresa, calmada en la lentitud de unas manos que me recorrían el cuello en un lento vaivén hasta detenerse, como si su peregrinación hubiese terminado en el nacimiento de mi pelo.

Aterido.

La angustia que se filtra por mis pulmones se hace más intensa a cada respiración. No sé cómo pero hemos acabado de nuevo aquí, refugiada bajo el cobijo de las mantas revueltas y la cama sin hacer.

Trato de no pensar en nada, pero mi mente ya desde hacía rato se encontraba en blanco. Las lágrimas siguen fluyendo, sin prisa pero también sin pausa hacia su lento fin.

La sensación de vacío que siente mi cuerpo es tan grande que mi corazón se encoge en un puño, esperando que todo sea un mal sueño, una pesadilla de la que despertaré pronto. Pero la realidad me golpea de frente con su frío y sus conversaciones amortiguadas a través de la pared. Y el mundo se me viene encima.

Como tantas otras veces, como tantas que quedan.

El frío del malestar recorre mis brazos, haciendo que el vello se erice a su paso. La torpeza se adueña poco a poco de mi ser, comienzo a ser una marioneta vacía, un simple espectador de cómo pasa la vida a través de las sábanas.

Ardiente de soledad.

A veces, cuando besas mis hombros y siento tu respiración en mi cuello, me invade un intenso calor cargado de soledad. Porque sé que tu besarás otros hombros y tu respiración agitada se colará entre el cabello de otras personas, mientras a mí la soledad me carcomerá las entrañas. Y mientras mis lágrimas caerán pensando y sabiendo que ni tú ni otras personas queréis librarme de este calor opresivo que invade mis pulmones, haciendo doloroso el respirar. Porque con cada respiro, más me sumerjo en esta asfixiante sensación de abandono, que hace temblar mis piernas, que hace temblar mis dedos.

Incluso cuando desabrochas mi falda, con esa mirada cargada por un velo de deseo y tus pestañas largas tapan tus ojos, lo siento desesperadamente a través de las yemas de tus dedos, el como a cada segundo que pasa, nos acercamos cada vez más y más al punto en el que la congoja rompe mi quietud.

Como si me cayese un jarro de agua fría. Frío y sin ninguna pizca de gracia, siendo inevitable como mojarse cuando llueve, como mojarse cuando lloras, porque cuando no eres suficiente ni para ti misma, vives mojado todo el rato, chapoteando en una desdicha abierta las 24 horas, sin descanso ni vacaciones de verano.

Destinados a ahogarnos en nuestras propias lágrimas. Solos. Porque no merecemos nada más que la llama de la desazón quemando nuestras lenguas.

Anti-tú.

Y hoy, tras el frío acechando en mis pulmones, lo vi.

Lo vi claro cómo se ven los objetos tras un fuerte relámpago. Porque vino así, rápido y casi sin avisar. El ojo de la tormenta estaba encima de mí.

A veces fantaseaba con verlo, hasta hoy, y desee borrar mi mente si se pudiese.

El frío me raspa la garganta y me agrieta los labios, tornándolos a un rojo enfermizo y plomizo.

Hace tiempo que veía retazos de lo que vislumbre hoy. Retazos marchitos que se desprendían de mí en cuanto me hablabas. Pero hoy el día está nublado y tú no has salido de tu habitación, y esos retazos, pequeños como piezas de un puzle, se están amontonando en mi memoria.

Y ya nada es igual, ni tu cara, ni tu risa, ni mis ganas de seguir.

Aguantando lo imposible solo por volver a verte, a oírte. Pero el frío atenaza mis manos y los dedos me duelen al moverse. Penetrante y helado como dagas de hielo, entre mis venas y tendones.

Mi alma partiéndose en pedazos tras el relámpago. Y me inundé por dentro, sin derramar una sola lágrima por fuera. Eso hizo que todo eso fuese más desgarrador. Fragmentos rompiéndose en mil pedazos, que se iban alejando con cada sollozo.

El viento revuelve mi cabello como todos los días en los que te espero. La negrura me tapa la visión, pero no importa, porque sé que no bajaras. Y tanto como se me enreda el pelo se enreda mi corazón.

El torrente de lágrimas que se niega a salir cuando pienso en mí, en ti, en ella, en ellos, se agazapa en mi garganta y en el fondo de mi corazón. Me oscurece por dentro, me aísla como si fuese un novio celoso. Celoso de la felicidad.

Pequeñas rojeces aparecen en mis rodillas. Hoy no fue un buen día para vestirse con falda, pero me gusta ver como pronuncias que hoy estoy muy guapa. Y lo dejo correr. Aunque me duela.

El pasotismo que a medida que va pasando la noche va tornándose en soledad al punto de tristeza y dolor. Y sueño con sangre y muerte cuando pienso en mí al dormir. Porque lloro y me destrozo cuando no estas mirando, porque no quiero que lo veas.

Y mi mente me grita desesperada, que me vaya en este día frío de invierno, porque no vendrás. Te he esperado media vida y sé que no saldrás de tu portal esta vez.

Pero me quedo con la angustia y la desesperanza, las noches en vela y los días llorando.

Animales nocturnos.

El cansancio que se posa sobre mis hombros esta mañana es casi tan pesado como intentar olvidar tu voz susurrando mi nombre. Estiro mi cuello y trato de relajarme. Hoy el día será extremadamente largo. Los ojos se me cierran involuntariamente, intentando atraparme en los sueños de Morfeo.

Una estridente alarma me saca de mis ensoñaciones mientras vuelvo tristemente a la realidad de la soledad. Hoy el día está nublado y amenaza con llover. El frío invernal penetra la doble ventana de mi habitación y me perfora los huesos.

Son las tres de la tarde, y a estas alturas, la productividad amenaza con más fuerzas sobre abandonarme a mi falta de suerte. La fatiga que recorre mis músculos es palpable y los bostezos escapan de mi boca infelices y rápidos para repetirse en un interminable ciclo.

Decido abandonar mi puesto de vigía permanente frente a la fría ventana de la calle y me tropiezo con un rostro demacrado y curioso. El pelo alborotado y lleno de enredos amenaza con cubrir toda su cara, redonda y tranquila, para siempre. Los ojos oscuros no contrastan debido a su cabello, por lo que se pierden entre la negrura. Solo la pequeña boca sonrosada es capaz de poner un poco de luz a este cuadro fúnebre que es mi cara en el espejo.

Como un búho me observo detenidamente, pero tras unos instantes que se me antojaron eternos, decido que ya nada importa. Encerrada en una jaula de mutismo, ya nada importa.

La cama recién hecha susurra como una sirena mi nombre y tras comprobar que sigue tan cómoda como siempre, me tumbo sobre ella. Sigue haciendo frío, y de vez en cuando, mi piel pálida lo nota, todo mi vello se eriza, pidiéndome una ayuda silenciosa. Yo no me muevo.

Es la una de la mañana y el frío es más intenso que antes. Mis manos se enredan entre los mechones de mi pelo cuando trato de ponerme cómoda y buscar por fin algo de calor en mi misma. Estas parecen estar ahora formadas de puro hielo y cuando me rozan sin querer el cuello, me estremezco.

Los ojos me pesan y las lágrimas de los bostezos me impiden ver. La habitación y la calle, ahora totalmente a oscuras, invitan al sueño que tanto anhelaba desde por la mañana, pero por más que lo intento, me quedo estática.

Alquimia entre tus dedos.

Enredada entre la maraña de tu pelo oscuro sediento de luz, como una mariposa atrapada en fina tela, con tus manos pálidas y frágiles apoyadas en tu pecho, que sube y baja lentamente, en una cadencia infinita.

La luz se cuela a motas entre la persiana agujereada de tu ventana y se posa en tu cuerpo con gracia. Un punto de luz cerca de tu boca, coincidiendo con el último lugar en el que te besé, un punto de luz en tu frente, entre los mechones revoltosos de tu flequillo cortado sin experiencia, otro en tu delgada muñeca.

Aun con los ojos cerrados puedo ver tu rostro, tus inmensas pestañas oscuras recortadas en la palidez de tus mejillas, tus cejas redondeadas, as comisuras de tus labios siempre ligeramente alzadas hacia arriba, con esa sonrisa que me derrite el corazón.

Tus labios se mueven, despacio, en sueños, mientras mi corazón late desenfrenado, fantaseando una vez más con que piensas en mí.

Alienada.

Besos fugaces cuando las farolas no miran. El viento revolviendo furiosamente mi falda. Mis manos revolviendo tu pelo corto.

Suaves como la primavera y húmedos como el invierno.

Te alejas con una sonrisa de satisfacción al ver que, otra vez, esto ha vuelto a ser un secreto entre tus labios y los míos. Te alejas en silencio, mientras observo como se pierde tu figura entre las calles sin gente. Y sonrío, sin saber muy bien por qué. Quizá porque tu ausencia parece menos real cuando pruebo la miel de tus labios o porque veo que no eres un espejismo de mis recuerdos.

Así que sonrío, aunque no sepa cuándo volveré a verte.

Aguas cristalinas.

El peso del dolor oprimiendo mi pecho, mi respiración rogando piedad, la sangre implorando el perdón de tus labios.

Esperando como una cría que todo sea un mal sueño, una pesadilla de la que pronto despertaré, pero tú ya no estás a mi lado y todas las noches se han convertido en pesadillas.

La sonrisa desesperada que trata de no ser devorada por el remolino de sentimientos que cuelgan como cadenas sobre mi corazón, pero que en vano funciona. Incapaz de engañar a mi reflejo, a los ojos oscuros tras los cristales.

Presa de la añoranza, buscando paliar tu ausencia entre la suavidad de una cama y la calidez de unas sábanas. Pero solo sueño contigo, te encuentro hasta sin quererlo entre los resquicios de mi memoria.

Y duele. Incluso más que una vieja herida aún sin cicatrizar.

Miro sin mirar a través de los pequeños huecos que me quedan entre la comodidad del no hacer nada, esperando que algo cambie, esperando una voz divina que me saque de la cama con mis sentimientos de tristeza borrados de la faz de la tierra, pero el tiempo pasa y lo único que me persigue es el mismo sueño de siempre. Y trato de esconderme en lo profundo del lecho, como si allí fuesen incapaz de encontrarme mis malos deseos.

Pero estos inundan mis ojos y me empañan la mente. Grito en silencio una ayuda que me seque las lágrimas y me quite la venda de tristeza que se ha instalado hoy en mi cabeza, pero en lo más profundo de mi cama solo me encuentra la nostalgia de tus besos. 

Agorafobia.

Tu respiración, regular y firme, se cuela por entre los mechones cortos de mi pelo, mientras tu mano recorre entramados sinuosos en mi espalda. Las lágrimas se me cuelan entre los resquicios de los dientes, pero tus ojos parece que solo miran al infinito de las cortinas amarillas.

La soledad que me carcome las entrañas sigue siendo desgarradoramente dolorosa, aunque me encuentre acunada entre tus brazos y ese perfume suave que te echas tras los oídos.

Pienso en mí, y no puedo no acabar discurriendo en tus hoyuelos y en la cicatriz de tu ceja derecha. ¿Te fijaste alguna vez en mí tanto como yo lo hice en ti? Sonrío, porque la verdad se me revela clara como el agua y amarga como el café que te gusta tomar.

Uno de tus dedos se ha enredado en mi pelo oscuro, haciendo caracolas, causándome espasmos al sentir tu boca tan cerca de la mía. Cierro los ojos a un beso que nunca llega, y la decepción me cala los calcetines.

Tus ojos siguen ausentes, como siempre, y aunque rozas mi mejilla con las cálidas yemas de tus dedos, la impersonalidad se hace dueña de tu gesto, y me turba la vista mientras veo cómo te alejas en mi portal oscuro.

Aforismos

Corazonadas rápidas, sedientas, que martillean con una rabia inaudita contra mi pecho. La respiración se vuelve a su compás, aturdida y veloz mientras boqueo como pez fuera del agua, intentando adaptarme al brusco cambio de sensaciones que ha caído sobre mí como una tormenta de verano. Cierro los ojos en un vano intento de suprimir cualquier estímulo, pero las puñaladas de tu voz se cuelan entre los resquicios de mis manos, que aprietan con fuerza mis uñas sobre la carne blanda.

Ahogo mis gritos, y la cabeza amenaza con estallarme, mientras el calor se va apoderando de mi rostro. Mi boca se mueve como en una película muda contra una almohada sedienta de desdichas.

Tras lo que parece un mundo, retazos de tus palabras se repiten con sorna entre pestañeo y pestañeo. Pero me he quedado tan estática como una muñeca de porcelana, rendida a los murmullos incesantes que me arrullan de noche, como criaturas nocturnas.

Recuerdo el sabor del café en tus labios, amargos, como previniéndome del futuro que se cierne sobre mis espaldas. La antítesis entre nuestras manos, las mías gélidas como la noche, las tuyas ardientes como nuestros encuentros. Un vano intento de sonrisa se deshace en pedazos en las comisuras de mis labios.

Perdida entre recuerdos, anclada al fondo de tu ser.

Adlátere

He perdido la cuenta ya de las lágrimas que esa noche rodaron por mis ojos, en vía libre, hacia el cañón sin fin de una mandíbula nada marcada. De esa noche y tantas otras.

El frío que entra por la ventana semi abierta se cuela en ráfagas fugitivas que hace que el vello de mi piel se erice, pero sigue sin aplacar el fuego de la decepción que quema mi piel sin descanso. Me destapo sofocada, una noche más, una noche menos, para contemplar sin ninguna pizca de maravilla el techo claro y salpicado de humedad que se cierne sobre mi cabeza llena de pensamientos inconexos que nunca terminan.

Hace mucho que la soledad, repegada a la punta de mis uñas, molesta con sus tenues picores. Un poco por aquí, un poco por allá. La soledad de ti, la soledad de mí, que hace que mis ojos se empañen sin remedio. El dolor en el pecho que nunca se marcha, atado con cadenas, pegado a mis talones a cada paso que doy en mi vida, siempre siguiéndome muy de cerca, tanto que a veces siento su respiración en mi nuca. Y aunque trate de deshacerme de él, siempre está ahí, vigilando desde una esquina, observando todos y cada uno de mis movimientos, esperando el más mínimo tropiezo para tirarse como una hiena a mi cuello. Y no dejarme morir.

Los párpados, pesados, ya no saben que excusa inventar con tal de escapar del laberinto de realidad en que han ido a parar. Así que sin más, se rinden ante la necesidad imperiosa de estar sufriendo.

Ante las lágrimas que buscan cobijo entre las mangas de alguna camiseta. Ante la necesidad de seguir, minuto a minuto, segundo a segundo, devorándome internamente, atormentando a la cabeza que los contiene.

La voz resuena fuerte y con eco en un espacio que se ha hecho suyo a base de gritos y traiciones, y ahora campa a sus anchas, tirana de pensamiento.

Abarquillada por el torbellino de la vida

Las gotas de sudor frío se mezclan entre los mechones de mi pelo y la opacidad de las mantas. La luz hoy se ve tan incapaz como yo de traspasar las violentas nubes que se ciernen furiosas como perros rabiosos sobre los edificios desconchados y descoloridos. El tiempo se ha cebado con ellos casi tanto como lo hizo conmigo.

El ruido matinal se cuela a través de las paredes que parecen de papel. Son las ocho de la mañana y las malditas obras han comenzado a taladrarme la cabeza sin dejarme siquiera un segundo de descanso. Supongo que esto es el fin de mi reposo, de mis minutos sin conocerme aún. Suspiro.

Pero me levanto lentamente mientras la rabia sube reptando veloz por mis tobillos desnudos y fríos. Las ganas de gritarles se me acumulan en la lengua y los dedos se tensan antes de cerrar la ventana. Despacio.

Respiro una, dos, hasta diez veces, mientras el rugido infernal de la vida sigue llegando a mis oídos. Me miro al espejo y casi me cuesta reconocerme tras ese pelo sucio y revuelto, tras las ojeras marcadas como cañones, tras la sonrisa del revés. Me levanto la ropa, en busca de una seña de identidad, algo que me permita reconocerme antes de que las lágrimas lo aneguen todo y sea una mancha oscura y borrosa, tenuemente recortada entre lo oscuro de la habitación.

Antes de que me quiera dar cuenta, el primer lamento sordo se cuela por mi garganta. Me alejo del espejo, tratando de hacerlo impropio, si no me veo llorando, eso que acabo de oír no soy yo. Pero ni aun así consigo engañarme.

La cárcel que he formado alrededor de mi cara no consigue retener las lágrimas fugitivas que caen por mi barbilla, humedeciéndome la cara. Las uñas se clavan en mi rostro, marcando unos surcos en un rojo claro, y se arrastran, como si así se fuesen las penas.

Ni siquiera sé por qué empecé a llorar esta mañana. Tampoco sé cómo he acabado de vuelta en la cama, arropada hasta las orejas, mirando a través de unos ojos vidriosos que creo que son míos, pero cuyo hecho no quiero confirmar.

Como si pudiese esquivar la burla escondida tras los ojos sin brillo de los peluches, cierro los míos fuertemente y aprieto los puños. Avanzando un escalón en el arte de encerrarme.

Antídoto contra la felicidad

El silencio me rodea con sus manos frías y muertas, y la soledad me recorre la frente como un sudor frío en pleno verano, estremeciéndome hasta lo más interno de mi ser.

Y tiemblo, asustada de ya no sentir nada arremolinándose en mi interior, como si fuese un cascarón vacío, como si fuese las muñecas que nunca tuve.

El silencio estrecha su abrazo quedándome sin aire, y la soledad surca mi cara de arriba abajo sin ninguna contemplación, tan solo asegurándose de que sé que está ahí, atrapada en el eco de mis zapatos, en las esquinas oscuras, aguardando pacientemente en mi nuca para clavar sus espinas en mis venas, envenenándome de una tristeza exquisita, extasiándome en las lágrimas, ahogándome en mi propio llanto, con la frente pegada a la fría pared de gotelé, como si de un estado febril se tratase.

Cuando mi garganta ha dejado de pronunciar palabras inconexas, me levanto, como si el tiempo en el que estado agonizando nunca hubiese pasado, como si fuese uno de tantos malos sueños que me rondan por las noches como un chico enamorado, robándome el aliento, acelerando mi corazón.

Cierro la ventana y la sensación de frío desaparece, pero solo un poco. Me ha debido de coger cariño porque se ha afianzado en mis dedos, en mis rodillas, en mis costillas, golpeando a martillazos una canción fúnebre que no consigo descifrar con el aullido constante del silencio en mis oídos. 

Cascarón de nuez

La tos como método para huir de la opresión en el pecho que me produce no estar contigo. Una tos fuerte para acallar mis verdades, que esperan pacientes un minuto de silencio para propagarse como el fuego sobre el pasto seco, para prender la voz de alarma en cada célula de mi ser.

Me esfuerzo en seguir el rápido ritmo de mis manos escribiendo, como si no hubiese mañana, intentando sin ningún éxito no evocarte ni a ti ni a pelo oscuro, pero cuando quiero darme cuenta ya te has infiltrado.

El contacto con tus manos frías y la suavidad de tus besos, acompañándonos el veloz sonido del viento que se remezclaba entre nuestra ropa. Tu mirada fija en la mía.

Mi mundo reducido al instante de vernos, como si no existiese nada más, como si por un momento ambos creyésemos que somos el uno para el otro, como si la suerte nos hubiese sonreído.

Pero el tiempo se deteriora, frágil como el cristal, y todo vuelve a fluir como antes. La intensidad de tu mirada se desvanece entre la distancia que comienza a separarnos.

Ni siquiera sé por qué una nube de decepción nubla mi vista mientras caminamos, aun cuando tu voz alegre me susurra en los oídos. Y te sonrío, porque no sé qué más hacer en tu presencia.

Vacía y sin nada que ofrecerte, tan solo una tristeza que navega a sus anchas por mis pupilas. Y a veces parece que no te importa, y me dices que me quieres. Y una pequeña llamita de felicidad se enciende en mi pecho húmedo.

Tertulia a las dos de la mañana

A veces la ansiedad me come por dentro, picoteando como un pajarito, a pellizcos menudos, certeros. Instalada en el lado derecho, tiene un hueco entre mis costillas, muy cerquita de mi alma, que queda atrapada entre sus largos dedos cadavéricos. La estruja con un ansia desmedida, mientras entierra sus sucias uñas dentro. Pero ya no queda nada que sacar de ella. Se ha marchitado como una flor en invierno, a expensas del frío de mis costillas, incapaz de resistir la gelidez que entraba por mi garganta.

Los picotazos son tan rítmicos que a veces pasan desapercibidos entre la turbulencia de no sentir nada, entre el vacío inconmensurable en el que se ha convertido mi interior. Pero a veces, apuñala con fuerza y desgarra, como un cuchillo de sierra, quedándome sin aliento por las noches, deseándome que duerma bien, pensando en ella, en cómo sus manos estrangulan mis pulmones cada día más tiempo, sin dejarme pensar en otra cosa que no sean sus aguijones puntiagudos.

A veces para, y sus manos, como movidas por una conmiseración que no sienten hacia mi persona, me acunan y me arrullan hasta que me quedo dormida en una cama que transpira ausencias. Solo entonces, cuando creo que todo está tranquilo, y que sus manos reposan calmadas en mis mejillas, se alzan impasibles mientras agarran con fuerza mi garganta.

Despierto entre jadeos y con una extraña sensación nublando mi mente, mientras siento aún la marca de las yemas de sus dedos cálidas mientras me atenazan. El miedo invade mis oídos con un pitido sordo y las rodillas me tiemblan bajo las sábanas, mordiendo con voracidad mis nudillos blancos de apretar las sábanas. Se queda conmigo la noche en vela, susurrándome palabras de afecto al oído, erizando el vello de mis brazos, cubriendo la ronda de la ansiedad, que madrugadora ella, martillea con sorna y gracia justo a las siete de la mañana.

Alharaca

Un destello en tus ojos, pálido y fugaz como una estrella, se refleja con la poca luz que entra por la rendija de la ventana de tu coche. Te toco el pelo, en un gesto tan íntimo que hasta me cohíbo de mirar cómo mis dedos recorren tu pelo oscuro y se entierran entre los mechones pardos.

Nuestra conversación fue tragada por el murmullo sibilante de la radio en standby, pero ni siquiera me molesta, porque desde esta perspectiva puedo ver las pecas que recorren tu frente y se pierden cerca de las comisuras de tus labios.

Y como guiada por un espectro invisible, me agacho a besarlos.

Hoy tus labios saben a menta fresca.

Peces abisales

Las voces amortiguadas del aula penetran de vez en cuando por mis oídos, y aunque me esfuerzo por prestar atención a lo que dice el profesor, mis pensamientos divagan entre brumas densas y cargadas de nostalgia herida.

La luz del móvil no aparece. Y suspiro internamente mientras un nudo de amargura se instala sin querer al fondo de mi garganta.

Una mano fría y frágil me toca el hombro, sacándome de la vorágine de pensamientos que se ha instalado en mi cabeza, y la miro casi sin comprender dónde estoy, hasta que una marca de preocupación se ve en su frente, disparando mis alarmas, sacando la sonrisa de emergencia.

-¿Vamos?

Asintió sin preguntar nada, y aunque era lo que deseaba, una punzada de malestar se instaló en un rinconcito de mi pecho, triste y marchito como las rosas en verano. Nuestro silencio taladraba mis oídos al contraste con el murmullo ajetreado que nos rodeaba, apabullante y ensordecedor.

Mi nueva rutina de suspiros vuelve a la carga, sin dejarme un descanso siquiera para pensar en por qué suspiro. Sigo adelante.

Bajamos la escalera entre una marabunta de cuerpos a los que no conseguía ponerles cara. Nuestras manos se rozaron un segundo y me enganché a ella como un clavo ardiente, intentando no sucumbir ante el anonimato en el que me estaba metiendo hasta las rodillas, empapándome de nuevo en la disociación.

Nos despedimos tras unos minutos. Veo alejarse su cabellera rubia corta, moviéndose con gracia al son del viento que me hiela las piernas desnudas, cargadas de moratones. Porque recuerdo que me gustaba la forma de tus labios al decirme que qué guapa estaba.

Ardiente de soledad

A veces, cuando besas mis hombros y siento tu respiración en mi cuello, me invade un intenso calor cargado de soledad. Porque sé que tu besarás otros hombros y tu respiración agitada se colará entre el cabello de otras personas, mientras a mí la soledad me carcomerá las entrañas. Y mientras mis lágrimas caerán pensando y sabiendo que ni tú ni otras personas queréis librarme de este calor opresivo que invade mis pulmones, haciendo doloroso el respirar. Porque con cada respiro, más me sumerjo en esta asfixiante sensación de abandono, que hace temblar mis piernas, que hace temblar mis dedos.

Incluso cuando desabrochas mi falda, con esa mirada cargada por un velo de deseo y tus pestañas largas tapan tus ojos, lo siento desesperadamente a través de las yemas de tus dedos, el como a cada segundo que pasa, nos acercamos cada vez más y más al punto en el que la congoja rompe mi quietud.

Como si me cayese un jarro de agua fría. Frío y sin ninguna pizca de gracia, siendo inevitable como mojarse cuando llueve, como mojarse cuando lloras, porque cuando no eres suficiente ni para ti misma, vives mojado todo el rato, chapoteando en una desdicha abierta las 24 horas, sin descanso ni vacaciones de verano.

Destinados a ahogarnos en nuestras propias lágrimas. Solos. Porque no merecemos nada más que la llama de la desazón quemando nuestras lenguas.

Augurio

A veces, cuando pienso en ti, la garganta se me seca. Como un desierto lleno de púas, como una casa llena de polvo. Las lágrimas caen como la lluvia en agosto, frías, molestas y sin avisar.

Ni siquiera puedo escribir sobre ti sin que mi pulso tiemble y la vida se vuelva un borrón gris sucio, como mirar a través de una ventana empañada a un frío bosque sin pinos.

Buscando constantemente un refugio fuera de tus brazos, lejos de tus ojos llenos de decepción y desconocimiento. Como un gato callejero que busca acabar con su vida en el tejado de otro, porque al fin y al cabo no soy otra cosa que un gato sin nombre, apagado y agonizante. Sin nadie que me reconozca o que pronuncie mi nombre con cariño tras aparecer a las tres de la mañana llena de barro y lágrimas.

No me gusta cuando callas porque estás como ausente; no me gusta cuando hablas porque me haces ausente.

Contigo no hay lugar seguro, siempre haces que mi corazón lata desbocado, como cuando un niño comete una travesura.

A veces siento tanto vacío en mi interior que parece que se escapa por mis poros e impregna todo lo que toco, deshilachando a su paso todo lo que alguna vez me dio consuelo, desmoronándose como un castillo de naipes. Y entonces, ¿qué me queda? Qué se puede esperar de esta vida, donde el sol no brilla con fuerza, donde me duelen los párpados, donde no me siento segura en compañía de mi sombra.

De los apegos y otros verbos

Aquel día, mi corazón comenzó a latir a cámara lenta. Las pulsaciones rebotaban dolorosas en mi pecho, frío como un témpano de hielo, mientras me mirabas con aquellos ojos que destilaban odio por tus pestañas.

Mi garganta dejó de funcionar tras una última inspiración cargada de incertidumbre otoñal, mientras unas lágrimas se hacían hueco, intentando ser las protagonistas de la fiesta. Pero tú te fuiste. Me miraste a los ojos, viste mi boca entreabierta que rogaba por tu cercanía y te diste la vuelta.

El aire que acompañó tu marcha me revolvió el pelo, que se quedó pegado a mis mejillas del sabor del mar, esperando que la película se acabase, el corte del director, un corte limpio en mi historial de tristezas.

Pero mi corazón seguía yendo a marchas forzadas y tú ya no estabas ahí. Ni siquiera tu olor había decidido hacerme compañía, ni siquiera había esperado a que se me secasen las lágrimas, Os habíais ido, como se desvanece una hoja en medio de un vendaval, como se hunde una roca en medio del mar.

Y hoy te veo y no sabría esclarecer lo que me quiere decir tu mirada. Tus pestañas vertiginosas que suscita a la fatalidad, al caer presa en tus labios húmedos y tu lengua, en tu pelo. Pero tu cuerpo no se mueve y nos quedamos como simples conocidos, hablando separados por vasos de café humeante en una tienda llena de voces disipadas. A veces, la chispa de lo prohibido se instala durante unos instantes en lo profundo de tus ojos, y me gusta verlo bien, antes de que me cierres los ojos por tus besos lentos. -Al frío de tus pestañas.

Todas las emociones se escaparon de mí, presas del pánico de sucumbir en la oscuridad del olvido. -Silencio en el día de los condenados  

Tuviste el poder de colarte furtiva y silenciosamente en mi vida, hasta tal punto que ya no se distinguir nuestra individualidad, entre tu tristeza y la mía. - A través de mis ventanas.  

Los días han pasado, pero una parte de mí se niega en redondo a abandonar a aquellas dos solitarias páginas donde ni la tristeza ni tu recuerdo han metido las garras aún. - A vistas de todo.

© 2021 Kilig. Todos los derechos reservados.
Creado con Webnode
¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar